La autoestima consiste en reconocer nuestro valor, nuestra grandeza, nuestra dignidad, nuestra singularidad como personas. Este reconocimiento es fundamental porque nuestro éxito o fracaso personal depende de él. Así lo ha dicho el Dr. Nathaniel Branden: “El nivel de nuestra autoestima tiene profundas consecuencias en cada aspecto de nuestra existencia: en la forma de actuar en el puesto de trabajo, en el trato con la gente, en el nivel a que probablemente lleguemos, en lo que podemos seguir y, en un plano personal, en la persona de la que probablemente nos enamoremos, en la forma de relacionarnos con nuestro cónyuge, con nuestros hijos y con nuestros amigos y en el nivel de la felicidad que alcancemos”.
Este éxito personal nos llevará a entablar relaciones más sanas y armoniosas con la gente; pues “cuanto más saludable sea nuestra autoestima, más nos inclinaremos a tratar a los demás con respeto, benevolencia, buena voluntad y justicia, ya que no tenderemos a considerarlos como una amenaza; y es así, dado que el respeto a uno mismo es el fundamento del respeto a los demás”.
La autoestima de las personas también repercute en la vida social. Así lo dice nuestro autor antes citado: “Igual que un ser humano no puede desarrollar su potencial sin una sana autoestima, tampoco puede hacerlo una sociedad cuyos miembros no se respetan a sí mismo, no valoran su persona, ni confían en su mente”.
Si la autoestima tiene tanta importancia en la vida de las personas y en la sociedad, entonces es necesario educar a las personas en un adecuado y justo aprecio a sí mismas. Sin embargo, en nuestro mundo hay mucha gente que desconoce su valor y se autodenigra. Profundicemos en esta idea a través de la siguiente historia:
Dicen que un día Dios decidió bajar a la tierra y estaba caminando por una ciudad latinoamericana. Ya sabemos cómo son nuestras ciudades latinoamericanas: generalmente están rodeadas de cinturones de pobreza, llamadas favelas o “pueblos jóvenes”. Pues bien, Dios estaba caminando por una barriada de una gran metrópoli y de tanto caminar se sintió fatigado. Entonces se sentó en un parque, mejor dicho digamos en una especie de parque, pues solamente había una roca debajo de un árbol y ahí quiso descansar el divino Creador. Dejando de mirar en el horizonte su mirada se posó en su pie y se dio cuenta que su sandalia estaba rota. Dios no se inmutó, sino por el contrario en ese problema vio una oportunidad para conocer mas de cerca el corazón de los hombres.
Entonces tomando la sandalia entre sus manos empezó a caminar por las calles polvorientas en busca de una renovadora de calzado. No caminó mucho, pues a unas pocas cuadras encontró una casa con un letrero que decía: “Se arreglan zapatos”. Dios tocó la puerta con sus manos delicadas y de dentro se oyó una voz hosca que decía: “¿Quién?”. Dios, con suma serenidad dijo: “Soy yo”. “¿Qué desea?”, contestó la voz. “Quiero que arregle mi sandalia”, le respondió. Entonces el zapatero todo malhumorado abrió la puerta y le dijo: “Pase, a ver ¿dónde está su sandalia?”, Dios le ofreció la sandalia y se sentó en un banco que había en la estancia.
Mientras el zapatero arreglaba la sandalia ambos entablaron una conversación donde el zapatero se quejaba de todo: de la política de su país, de la economía, de sus vecinos, de su mujer, de sus hijos. Este hombre se parece a muchos hombres de la actualidad que son tan renegones. Por eso, Miguel Ángel Cornejo ha dicho que “vivimos en la cultura del pujo”, pues la gente puja por todo:
La gente puja porque amanece. Abren los ojos y dicen: “Ay, qué pena, ya amaneció”. Tienen que ducharse y dicen: “Ducharse, no. ¡Qué pereza!”. Si se cruza su esposo(a) dicen: “este desgraciado(a), ¿por qué no se muere?”. Tienen que desayunar y dicen: “¿Otra vez avena con pan y huevo? ¡No!”. Tienen que ir al trabajo y reniegan diciendo: “Qué aburrimiento, ¡otra vez ir al trabajo! ¡Qué pereza!” Y así la gente suele renegar por todo.
Es necesario y urgente cambiar de mentalidad. Qué distinto fuera si en vez de renegar porque amaneció dijeran: “¡Qué bueno que amaneció! Gracias, Dios mío, por darme un día más de vida; pues cuántos anoche murieron”. Si en vez de renegar porque tienen que ducharse dijeran: “Gracias Dios mío porque tengo agua. ¡Cuánta gente quisiera tener el agua que yo tengo!”. Si en vez de renegar porque tiene que desayunar avena con pan y huevo, dijeran: “Gracias, Dios mío, por el alimento que tengo, pues tanta gente hay que no lo tiene”. Si en vez de renegar porque tiene que ir al trabajo dijeran: “Gracias, Dios mío, por el trabajo que tengo, pues hay tanta gente que no lo tiene”. Si la gente adoptara este tipo de mentalidad de seguro que nuestro mundo cambiaría mucho. Sin embargo, la gente prefiere renegar, como el hombre de la historia que estamos narrando.
Una vez que el hombre terminó de arreglar la sandalia se la entregó a su dueño diciéndole: “Aquí está su sandalia, ya está arreglada”. Dios la recibe con mucha delicadeza y con una sonrisa le dice al zapatero: “Muchas gracias. Que tenga un buen día”. Se da media vuelta y hace el ademán de marcharse. Entonces el zapatero, enfurecido, con la palma de su mano da un fuerte golpe sobre su pupitre diciendo: “Esto no más me faltaba. Que un holgazán venga a hacerme trabajar y no me pague”. Entonces Dios se da media vuelta y con mucha serenidad le pregunta: “Señor, ¿qué le pasa?”. “¿Cómo qué me pasa? ¿Acaso no piensa pagarme mis honorarios?”, le respondió enfurecido. Dios metió sus manos en sus bolsillos y no encontró nada, entonces le dice al zapatero: “No tengo dinero, pero pídeme lo que quiera, Yo soy Dios”.
“¿Tú eres Dios? -le interroga todo sorprendido- dame 50,000 dólares”. “Bien –le dice Dios- te doy los 50,000 dólares, pero con una condición: dame tus piernas”. “¿Mis piernas? –le responde tembloroso el zapatero- ¿Cómo te voy a dar mis piernas si con estas juego al fútbol, camino? ¡No puedo darte mis piernas!”. “Bueno, pues, si quieres algo, algo tiene que costarte –le responde Dios-. Pero bueno cambiemos la propuesta: dame tus brazos”. “¿Cómo te voy a dar mis brazos, si con éstos trabajo, abrazo a mis hijos, a mi esposa. No puedo darte mis brazos”, le responde perplejo el zapatero. “Bueno –le responde Dios- si no quieres darme tus brazos, entonces dame tus ojos”. “¿Mis ojos? ¡No puedo darte mis ojos! Si con ellos veo y disfruto al ver las formas y los colores de la cosas”.
Las propuestas de parte de Dios y las negaciones del zapatero siguieron hasta que el hombre comprendió cuanto valía realmente cada parte de su cuerpo y le agradeció a Dios por tantos regalos que le había hecho. Los hombres de la actualidad, igual que el hombre de esta historia, ignoramos nuestro valor. La mayoría sabemos el precio de las cosas materiales, pero desconocemos el valor de nuestra persona. Es posible que usted, amable lector, sepa cuánto vale un celular, un reloj, un auto, una casa, pero ¿cuánto vale usted?