La fe promueve la esperanza

En un mundo desesperado, donde los hombres, muchas veces llevados por el pesimismo, viven sin sueños, sin ilusiones, y sin aspiraciones, pienso que uno de los aportes más grande que podemos dar los creyentes a la humanidad es el valor de la esperanza: esperanza en la construcción de un mundo mejor, donde reine el amor, la paz, la amistad, la fraternidad, la solidaridad, etc.

Pero para que haya esperanza tiene que haber confianza, es decir fe. Pues es imposible esperar si no se confía, si no se cree que es posible. Por esta razón podemos decir que la fe es la madre de la esperanza. ¡Qué excelente definición nos legó el apóstol Pablo cuando dijo que “la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11,1). Cultivar la fe y la esperanza en el corazón de la gente es imprescindible en nuestro mundo contemporáneo si queremos que la humanidad continúe su curso.

La fe y la esperanza son dos fuerzas impresionantes que movilizan las energías físicas, psíquicas y espirituales de los hombres y ponen en movimiento todos los recursos al servicio de la creatividad. Todos los logros que el hombre ha podido alcanzar en la historia se han hecho gracias a que alguien creyó que era posible y tuvo la esperanza de lograrlo. Pensemos, por ejemplo, en la bombilla eléctrica: si Tomás Alba Edinson no hubiese creído que era posible crear un aparato que genere luz hasta el momento estuviéramos alumbrándonos con velas. Pero gracias a que creyó y tuvo la esperanza de lograrlo pudo ver cristalizada su idea. Por esta razón es importante cultivar la fe y la esperanza en el corazón humano.

Esta tarea se hace más urgente en la actualidad, cuando el secularismo, el materialismo y el consumismo, están matando las esperanzas de los hombres y de los pueblos. Hoy, más que nunca, necesitamos hacer una mirada retrospectiva y contemplar al pueblo bíblico de Israel, un pueblo creyente y esperanzado, que con la esperanza de una tierra prometida se aventuró en el éxodo de la liberación. Luego esperó al Mesías prometido. Por esta razón, al pueblo bíblico de Israel se le puede conocer como el pueblo de la fe y de la espera; y esta fe y esta espera es la gran lección que tenemos que aprender los hombres de la actualidad si queremos seguir viviendo en un mundo cada vez más complejo y más violento.

Al patriarca Abrahán (Gen. 1,1-9) se le conoce como el padre de la fe, pues él creyó contra toda esperanza, tal como dice san Pablo: “Abrahán creyó contra toda esperanza, según le había sido prometido: Así será tu descendencia. Y no decayó en su fe al ver que su cuerpo estaba sin vigor –tenía casi cien años- y que Sara ya no podía concebir. Tampoco dudó por falta de fe ante la promesa de Dios; al contrario, se afianzó en su fe dando gloria a Dios, plenamente convencido de que tiene poder para cumplir lo que promete. Lo cual le fue tenido en cuenta para obtener la salvación” (Rom. 4, 18-22).

Moisés también fue un hombre de fe y esperanza, pues él creyó en la promesa de Dios. Por eso se embarcó en la aventura del éxodo. De igual modo los profetas creyeron en la palabra de Dios por eso denunciaron las injusticias y anunciaron la salvación de Dios.

A este pueblo esperanzado y creyente perteneció la Virgen María, una mujer sencilla que, igual que sus coterráneos, esperaba la venida del Mesías. Y esa espera la llevó a la disposición para que el momento oportuno acepte ser la Madre del Señor. Por eso, la Iglesia, en la liturgia de adviento nos propone su figura y su persona como un paradigma de la esperanza.

Los primeros cristianos también fueron hombres de fe y de esperanza, pues ellos esperaban confiados la segunda venida del señor. Y en los momentos más difíciles de la historia fueron capaces de despertar los sueños, las utopías y las esperanzas a través de un género literario llamado la apocalíptica. En la actualidad todos los biblistas serios están de acuerdo en que el Apocalipsis no es un libro para infundir temor, sino más bien es una literatura rica en claves y signos que tenía como objetivo principal elevar las esperanzas de los primeros cristianos, un pueblo oprimido y perseguido por el imperio romano.

Hoy más que nunca urge forjar una generación de gente que (como los hombres bíblicos, los patriarcas, los profetas, María, los primeros cristianos) sean capaces de generar sueños, utopías y aspiraciones en los corazones de la gente.

Con este deseo de ir despertando los sueños y las ilusiones en la gente, quiero acotar la siguiente historia que el recopilador colombiano Humberto Agudelo, aporta en su libro “Vitaminas diarias para la vida”:

Existían millones de estrellas en el cielo, estrellas de todos los colo­res: blancas, plateadas, verdes, doradas, rojas, azules. Un día, in­quietas, ellas se acercaron a Dios y le propusieron: – Señor, nos gustaría vivir en la Tierra, convivir con las personas.

– Así será hecho, respondió el Señor. Las conservaré a todas uste­des pequeñitas, tal como se ven de lejos, para que puedan bajar a la Tierra.

Se cuenta que en aquella noche hubo una fantástica lluvia de es­trellas.

Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y a correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños. La Tierra quedó, enton­ces, maravillosamente iluminada. Pero con el correr del tiempo, las estrellas decidieron abandonar a los hombres y volver al cielo, de­jando la tierra oscura y triste.

– ¿Por qué volvieron? – preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo.

– Señor, nos fue imposible permanecer en la Tierra, existe allí mu­cha miseria, mucha violencia, hay demasiadas injusticias. El Señor les contestó: – ¡Claro! Ustedes pertenecen aquí, al Cielo. La tierra es el lugar de lo transitorio, de aquel que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere. Nada es perfecto. El Cielo es el lugar de lo inmutable, de lo eterno, de la perfección. Después que hubo llegado gran cantidad de estrellas, Dios verificó el número y habló de nuevo:

– Nos está faltando una estrella, ¿dónde estará?

Un ángel que se hallaba cerca replicó:

– Hay una estrella que resolvió quedarse entre los hombres. Ella descubrió que su lugar es exactamente donde existe la imperfec­ción, donde hay límites, donde las cosas no van bien, donde hay dolor.

– ¿Qué estrella es esa? – volvió a preguntar.

– Es la Esperanza, Señor, la estrella verde. La única estrella de ese color.

Y cuando miraron hacia la tierra, la estrella no estaba sola: la Tierra estaba nuevamente iluminada porque había una estrella ver­de en el corazón de cada persona. Porque el único sentimiento que el hombre tiene y Dios no necesita retener es la Esperanza. Dios ya conoce el futuro y la Esperanza es propia de la persona humana, propia de aquel que yerra, de aquel que no es perfecto, de aquel que no sabe cómo puede conocer el porvenir.

Recibe en este momento esta Estrellita Verde en tu corazón, la Es­peranza. No dejes que ella huya y no permitas que se aparte. Ten certeza que ella iluminará tu camino, sé siempre positivo y agrade­ce todo a Dios. Sé siempre feliz y contagia a otras personas tu feli­cidad.