Hay gente que dice: “Yo no creo en Dios porque no lo veo”. Esto es absurdo, porque para creer en Dios no necesitamos verlo, dado que con frecuencia creemos en cosas que no vemos. Por ejemplo sabemos que existe el planea Marte, pero la mayoría de personas no lo hemos visto. Sabemos que existen los átomos, pero nadie ha visto un átomo. Estamos seguros que fulanos de tales son nuestros padres, ¿pero de ordinario no necesitamos una prueba genética para comprobarlo? Por tanto, los seres humanos creemos en una infinidad de cosas que nos las vemos.
A veces llegamos a una seguridad sacando conclusiones de ciertas huellas, signos o manifestaciones. Por ejemplo, imaginemos que estamos en la playa y en la arena vemos las huellas de una persona; inmediatamente llegamos a la conclusión de que alguien pasó por ahí. Si esas huellas son pequeñas pensamos que ese alguien que pasó por ahí es un niño o una persona pequeña. Nosotros no hemos visto a nadie, pero tenemos plena seguridad que por ahí pasó una persona y conocemos una de sus características: la pequeñez.
En una oportunidad estando en Chicago – Estados Unidos, un amigo me llevó a conocer la ciudad. Me llamó la atención unos edificios en forma de Choclos (En México le llaman elotes, que es la mazorca del maíz verde). Se veían hermosos. Yo no conozco al arquitecto que diseñó los edificios, pero por sus obras puedo conocer su inteligencia y su creatividad. Algo así sucedo con Dios. Por sus obras podemos conocer su existencia, sus propiedades y su actuar.
Por tanto, para creer en Dios no necesitamos verlo, basta que tengamos un espíritu contemplativo para descubrir su presencia y su actuar contemplando sus obras. Esta idea la expresó el apóstol Pablo, cuando dijo: “Todo cuanto se puede conocer de Dios lo tienen a la vista; Dios mismo se lo ha puesto delante. Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación” (Rom. 1,18-20).
Concédenos, Señor, un espíritu contemplativo, que sea capaz de descubrir tu presencia amorosa y misteriosa contemplando tu creación. Amén.