P. Walter Malca Rodas; C.Ss.R
Un joven que se encontraba profundamente enamorado de una chica, le propuso matrimonio. Ésta, sin mayores inconvenientes, aceptó tal propuesta; pero con una sola condición: una vez casada, en casa no haría ninguna actividad doméstica.
El joven, que estaba loco de amor, aceptó tal condición. Celebraron la boda con mucha pompa y gran algarabía; disfrutaron hasta la saciedad de la luna de miel. Y así, empezaron a vivir su vida conyugal con mucho entusiasmo. Al inicio, la convivencia fue pacífica. Pero los problemas surgieron conforme transcurrió el tiempo, dado que ella, tal como habían acordado, no hacía nada en casa: se levantaba tarde y su tiempo lo ocupaba viendo televisión y saliendo a pasear con sus amigas.
El esposo, en cambio, se levantaba temprano, preparaba el desayuno, aseaba la casa y después se iba a trabajar. Regresaba tarde y tenía que continuar con los quehaceres domésticos. Cansado de esta situación, una mañana, con la intención de comunicarse con su esposa, se dirigió al gato diciéndole:
“Gato ocioso, eres una haragán: te levantas tarde, no haces nada, malgastas tu tiempo viendo televisión o saliendo a la calle. Así es que ya me cansé de tu holgazanería; por favor, cuando regrese, por la tarde, quiero encontrar la casa limpia, las cosas en orden y la comida preparada”.
Por la tarde, cuando el hombre llegó a casa encontró el ambiente tal como lo había dejado, pues su esposa no se había dado por aludida. Entonces cogió un látigo y empezó a pegarle al gato, con toda su cólera, por su negligencia. El pobre animal, que era inocente, como pudo trató de evadirse de la furia de su dueño y corrió a los brazos de su dueña. Entonces a ella también le cayó parte de los azotes y así comprendió que el asunto era con ella.
Esta historia, que parece un tanto graciosa, se vive día a día en muchos hogares, donde se usa al “gato” como recurso de comunicación. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la mamá, que para comunicarse con su esposo se vale de sus hijos; otros usan el silencio como tortura psicológica. Recuerdo que una joven me decía: “Yo castigo a mi madre con el látigo de la indiferencia, cuando ella hace algo que a mí no me gusta.”
Lo peor es que, como el caso de la historia, el inocente gato pagó los platos rotos. De igual modo, en una relación donde falta la comunicación, muchas veces los terceros son quienes también salen perjudicados. Un niño me confesaba: “Yo tengo odio a mi madre, porque cuando ella se pelea con mi padre desfoga conmigo tratándome cruelmente, incluso agrediéndome físicamente.” Casos como éstos podría citar una infinidad, pero, como dice el dicho, “para muestra basta un botón”
Pienso que nos queda un gran reto: avanzar en el arte de la comunicación. Es cierto que la humanidad ha avanzado en muchos aspectos, como es en la ciencia y la tecnología, y también hay grandes avances en los medios de comunicación social, pero en la comunicación interpersonal hemos quedado raquíticos. Por ende urge priorizar este aspecto, pues de la calidez de nuestras relaciones interpersonales depende gran parte de nuestra felicidad.