Cuenta la historia que un maestro espiritual se encontraba en la entrada de un pueblo con unos de sus discípulos. Entonces llegó un forastero y pregunto:
-Buen hombre, ¿puedes decirme cómo es la gente de este pueblo? Planeo quedarme a vivir en este lugar.
-¿Cómo es la gente del lugar de dónde vienes?
-La gente del lugar de donde procedo es gente fregada, mentirosa, pleitista, chismosa, pendenciera.
-Mira ¡qué coincidencia! La gente de este pueblo es igual que la gente de donde procedes: son pleitistas, mentirosos, chismosos, etc.
-¡AH! Bueno. Entonces iré a vivir a otro lugar.
Al poco tiempo de marcharse este hombre llegó otro forastero y planteó la misma pregunta:
-Maestro, ¿puede decirme, por favor, cómo es la gente de este lugar?
-¿Cómo es la gente del lugar donde procedes? –replicó el anciano.
-La gente del lugar de donde vengo son gente maravillosa, trabajadora, amigable, sociable, etc.
-Mira, ¡qué coincidencia! La gente de este lugar también es gente maravillosa, trabajadora, sociable, bondadosa, etc.
-Entonces me quedaré a vivir en este lugar-. Puntualizó el hombre.
El discípulo, que había estado escuchando, le preguntó sorprendido:
-Maestro, porque a los dos forasteros les diste respuestas diferentes respecto a la gente de nuestro pueblo.
El maestro le explicó:
-Mira, la gente es igual vaya donde vaya. Su bondad no depende del lugar dónde se encuentre, sino de lo que hay en su corazón. La gente buena proyecta la bondad que hay en su corazón y la gente mala saca la maldad de su corazón.
La explicación que dio el maestro es cierta y tiene un asidero en el evangelio. Recordemos lo dijo Jesús: “de lo que abunda el corazón habla la boca” (Lc. 6,45). Cuando envió de misión a sus discípulos le dijo: “Cuando entren en una casa digan: “Paz a esta casa”. Si ahí hay gente de paz la paz quedará con ellos, sino la paz retornará a ustedes” (Lc. 10,5-6).
Señor, llena nuestro corazón de amor, de bondad y de dulzura para que podamos sacar esa riqueza de nuestro interior y la podamos compartir con los demás.