Por: Walter Malca Rodas
Misionero Redentorista
Cierto día fui a la casa de un joven, atendiendo a su invitación. Sus padres, muy atentos, me acogieron con mucha amabilidad. Charlamos sobre varios temas y, cuando llegamos al asunto de su hijo, me dijeron: “Padre, por favor, aconseje a nuestro hijo, pues a veces es bastante malcriado y muy rebelde. Se reúne con malas juntas y así pierde su tiempo”.
“Con mucho gusto -les respondí-. Pierdan cuidado. De hecho que conversaré con él, pero antes permítanme compartir con ustedes algunas reflexiones que he sacado de mi experiencia en el trabajo con los jóvenes.” “¡Adelante! -me dijeron-. Somos todo oídos.” Yo continué:
“En cinco años de labor en la pastoral juvenil he descubierto que los jóvenes tienen muchos problemas, pero ellos no son el problema. El problema, muchas veces, somos los adultos; pues no hemos logrado un crecimiento humano suficiente, que nos permita guiar a nuestros jóvenes. De este modo, nos comportamos como guías ciegos que quieren guiar a otros ciegos” (Mt. 15,14; 23,6).
El crecimiento humano de las personas comprometidas en la educación de los niños y jóvenes es fundamental. Pues nadie enseña lo que no sabe: ¿Cómo podemos indicar el camino de la felicidad, si nosotros no lo conocemos? ¿Cómo podemos ayudar a crecer, si no hemos crecido? ¿Cómo podemos educar, si no estamos educados, dado que la educación, más que con palabra, se transmite con el ejemplo? Muchas veces, los adultos proyectamos sobre nuestros jóvenes los problemas que no hemos aprendido a resolver.
Por ende, necesitamos mucha humildad para reconocernos peregrinos en busca de la madurez; recordando siempre que la madurez es la conciencia de nuestra propia inmadurez y el deseo que querer seguir avanzando. Es cierto que ya tenemos un trecho avanzado, pero aún nos queda un largo camino por recorrer. No podemos ser rígidos pensando que estamos lo suficientemente maduros y que ya no hay que aprender. Hay que tener una gran apertura mental para aprender de nuestras jóvenes muchísimas cosas que nosotros ignoramos. Por eso, pienso que, en muchos casos, ellos pueden ser nuestros maestros.
Debemos tomar conciencia que sólo el amor salvará a nuestros jóvenes. Por eso, tenemos que fomentar la cultura del amor. Lo cual implica cultivar el diálogo, el respeto y la comprensión. Es necesario comprender que nuestros jóvenes están en un etapa distinta de la nuestra y que tienen derecho a vivir su juventud, con honestidad y transparencia. Pero ellos también deben comprender que nosotros estamos en otra etapa de la vida y que es su obligación aprender a respetarnos. Los jóvenes son muy sensibles al trato injusto, a la hipocresía, y al maltrato. Por eso, muchas veces se rebelan. Lo cual exige que nosotros seamos coherentes.”
“Padre, muchas gracias -me dijeron los padres del joven, antes mencionado-. Sus palabras serán fermento en nuestra vida y nos ayudarán a mejorar el trato con nuestro hijo”.