P. Walter Malca Rodas; C.Ss.R “Hace cinco años que falleció una amiga religiosa -me confió cierto día un joven-. Más que guía o confidente era para mí una madre. Siempre estaba pendiente de mí. A menudo me llamaba o visitaba para ver cómo estaba. Soy consciente de que ha transcurrido tanto tiempo, pero aún no he podido superar esta perdida irreparable. La extraño mucho y me pongo muy triste cuando la recuerdo.”
El testimonio dramático de este joven trasluce con claridad los síntomas de un duelo no superado, que le envuelve en una atmósfera de profunda tristeza y gran dolor. En la vida cotidiana, con frecuencia, nos encontramos con casos similares que reclaman nuestra ayuda y comprensión.
Quienes presentan un cuadro de esta naturaleza conciben a la muerte como si ésta fuera la peor desgracia que puede sucederle a un ser humano. Ante tal idea es conveniente reflexionar profundamente sobre el sentido cristiano de la muerte.
Para los cristianos la muerte no es una enemiga, sino la buena amiga que nos abre las puertas de la eternidad. Pues Jesús con su misterio pascual, es decir, con su muerte y resurrección, ha reconciliado a la muerte con la vida. Por ende, para los creyentes en Cristo la muerte no es una desgracia sino una gracia.
Es lógico que, como humanos, la partida de un ser querido nos duela profundamente en el alma. Esta experiencia es algo así como cuando un amigo o un familiar va a un país desarrollado en busca de trabajo: sentimos hondamente la distancia, pero nos consuela la idea de que va en busca de futuro mejor.
Los cristianos estamos convencidos que la vida no termina con la muerte, sino que se prolonga en la eternidad. Esta creencia no es una fantasía vana, pues tiene como fundamento la Resurrección de Cristo. San Pablo dice que “si morimos con Cristo resucitaremos con Él” (Rom. 6, 8). Por eso, podemos decir de que la muerte no es el final de la existencia, sino el inicio de una vida mucho más plena y más exuberante; pues con ella se da una especie de metamorfosis radical que transforma al hombre caduco y temporal en un ser lleno de luz, gloria y felicidad. Esta idea se encuentra perfectamente graficada en la siguiente alegoría, de Walter Dudley:
“En el fondo de un viejo estanque vivía un grupo de larvas que no comprendían por qué cuando alguna de ellas ascendía por los largos tallos de lirio hasta la superficie del agua, nunca más volvía a descender donde ellas estaban. Se prometieron una a otra a que la próxima de ellas que subiera hasta la superficie, volvería para decirles a las demás lo que le había ocurrido. Poco después, una de dichas larvas sintió un deseo irresistible de ascender hasta la superficie. Comenzó a caminar hacia arriba por uno de los fino tallos verticales y, cuando finalmente estuvo fuera, se puso a descansar sobre una hoja de lirio. Entonces experimentó una transformación magnífica que la convirtió en una hermosa libélula con unas alas bellísimas. Trató de cumplir su promesa, pero fue en vano. Volando de un extremo al otro de la charca podría ver a sus amigas en el fondo. Entonces comprendió que incluso si ellas a su vez hubieran podido verla, nunca habrían reconocido en esta criatura radiante a una de sus compañeras.”
Algo similar sucede con la muerte de los seres humanos. “El hecho de que después de esa transformación que llamamos muerte no podamos ver a nuestros amigos ni comunicarnos con ellos no significa que hayan dejado de existir”.