Recordemos que al empezar el presente capítulo hemos dicho que el amor tiene tres dimensiones. En el punto anterior hemos reflexionado sobre la primera dimensión: el amor a Dios. Ahora vamos a reflexionar sobre la segunda dimensión: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dimensión donde se verifica la autenticidad del amor a Dios. Por eso, san Juan dijo: “Si alguno dice: “yo amo a Dios”, y odia a sus hermanos, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (Jn. 4,20).
Para iniciar nuestra reflexión nos vamos a servir de la siguiente historia, narrada por el P. Antony de Mello:
Dicen que una vez un comerciante naufragó y fue rescatado por unos hombres, quienes lo condujeron al palacio real. El rey al contemplarlo se quedó estupefacto y dijo: ¡Cómo se parece a mi dios Crishna! Entonces lo colmó de regalos y de joyas y se postró ante él.
Un sabio que escuchó esta historia se llenó de alegría, pues dijo: “Si podemos adorar a Dios a través de imágenes de palo o de piedra ¿por qué no podemos adorar a Dios a través de una persona?”. Este sabio tenía mucha razón, pues son tantas las veces que a nosotros se nos hace muy fácil relacionarnos con Dios a través de las imágenes hechas por la mano del hombre (a lo que yo no me opongo), pero nos olvidamos de esa imagen viviente que es la persona humana; al final de cuentas dice el Génesis que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gn. 1,27).
Aún no hemos desarrollado suficientemente la idea de que Dios se encuentra en el corazón del hombre. Recordemos que Jesús dijo: “El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17,21). Parodiando la frase podrías decir “el reino de Dios está dentro de ustedes”. Es bueno aclarar que el reino de Dios es Jesús mismo. Por tanto, podemos decir que Jesús está en nuestro corazón. Si todos tomáramos conciencia de esta presencia de Dios en el hermano, nuestras relaciones humanas mejorarían en calidad. Profundicemos en esta idea a través de la siguiente historia:
Dicen que había una vez un monasterio donde acudían muchos peregrinos en busca de consuelo espiritual, pues los monjes eran muy piadosos y en el monasterio había mucha armonía, que infundía paz y regocijo. Pero cierto día, quizás por obra de un maleficio, se perdió la armonía en el monasterio. Los monjes se miraban con envidia, resentimiento y recelo, lo cual provocó fuertes grescas entre ellos. Esta situación tuvo sus consecuencias en los peregrinos, que ya no encontraban la paz espiritual que buscaban. De este modo los peregrinos fueron disminuyendo y el monasterio quedó bastante solitario.
El abad, preocupado por la situación de su monasterio, se fue a consultar a un maestro espiritual, quien después de escuchar su consulta le dijo: “Su comunidad se encuentra en esa situación, porque en uno de ustedes se ha encarnado Jesús. Sólo cuando descubran quien es Jesús nuevamente volverá la calma a su comunidad.”
El abad regresó al monasterio y comunicó a sus súbditos lo que le había dicho el Maestro espiritual. Los monjes, al escuchar tal versión, empezaron a tratarse con cariño el uno al otro, cuidando de no ofender a nadie, pues no fuera a ser que en su ignorancia estuvieran ofendiendo al mismo Cristo. Nunca descubrieron exactamente quien fue Jesús, pero lo cierto que desde aquella oportunidad en la que cada uno empezó a tratarse como si fuera el Mesías regresó el fervor y la armonía al convento.
Si todos empezáramos a tratarnos con la conciencia de que Jesús radica en el corazón de cada persona las relaciones personales en nuestra sociedad, en nuestros hogares, en nuestras comunidades religiosas, mejorarían muchísimo.