EL AMOR DE DIOS EN LA FAMILIA

Recordemos que estamos reflexionando sobre el tema: “amor al prójimo”. Pero, exactamente ¿Quién es el prójimo? Muchas veces se entiende como prójimo cualquier persona necesitada, pero ajena a nosotros. Sin embargo, no es así. Prójimo, etimológicamente viene de próximo, que literalmente significa cercano. Por tanto el prójimo es el más cercano a mí; pero no sólo se trata de una cercanía física, sino también de una cercanía afectiva.

Si el prójimo es el más cercano a mi vida, hay que concluir que los más cercanos a nosotros, en primer lugar, son los miembros de  nuestra familia.

Son muchas las veces que las personas se muestran amorosas, caritativas, dadivosas, con individuos ajenos a uno: vecinos, compañeros de trabajo, etc. Pero a los miembros de su hogar los tienen abandonados, los tratan con frialdad e indiferencia. Estas personas para la gente foránea son como rosas, pero para los suyos son verdaderas espinas.

Muchas veces nos quejamos de la violencia social que vemos en nuestro alrededor: drogas, pandillaje, delincuencia, etc. Quizás hemos sido víctimas de esa violencia. Nos quejamos de las autoridades que hacen muy poco por la seguridad ciudadana, lo cual es muy cierto. Pero toda la responsabilidad no la tienen ellos. Todos tenemos un grado de responsabilidad, mayor o menor, frente a la violencia social.

¿Sabe usted qué es el cáncer…? Esta terrible enfermedad, que cuando la escuchamos se nos erizan los cabellos y se nos pone la piel de gallina, no es otra cosa que el mal funcionamiento de las células. Cuando una célula empieza a crecer y a reproducirse desmesuradamente apabullando a las demás células estamos frente a un diagnóstico de cáncer.

Igual que el cuerpo humano, también el cuerpo social está compuesto de células. Cada célula básica se llama familia. Cuando una célula sufre, también sufre el cuerpo. Por eso, podemos decir que la sociedad está enferma, porque sus células básicas están enfermas. Y si queremos que haya salud en el cuerpo social hay que atender a la célula básica, que es la familia.

La sociedad está enferma porque las personas hemos invertido la escala de valores, que Dios ha ordenado. La gente se interesa en muchas cosas, pero se olvidan de lo fundamental. Consideremos la siguiente anécdota:

Un conferencista, especialista en gestión del tiempo, empezó su conferencia con un gesto muy elocuente. Abrió una caja grande de cartón, que había llevado consigo. Sacó un frasco de vidrio, que tenía una boca ancha. También sacó unas piedras del tamaño de un puño y las metió en dicho frasco. Luego preguntó a la gente: “¿Está lleno este frasco?”. A lo que la gente contestó afirmativamente. Después sacó un poco de grava y la empezó a meter en el frasco, cuando terminó nuevamente preguntó a la gente: “¿Está lleno este frasco?” La gente respondió: “¡Sí!”. El hombre se sonrió y sacó un poco de arena fina y empezó a meterla entre la piedra y la grava. Después preguntó: ¿Ahora está lleno este frasco? La gente empezó a dudar y no contestó nada. Nuevamente se sonrió, sacó una botella con agua y empezó a meter el agua dentro del frasco. Finalizado el ejercicio dijo: “ahora sí ya está lleno. Pero ¿qué les sugiere este ejercicio?

Muchos, dejándose llevar por el título del conferencista “gestor del tiempo”, dijeron que el ejercicio les recordaba a su agenda y que el tiempo era cuestión de organización; si nosotros queremos, podemos hacer en un día lo que nos propongamos, incluso hasta las cosas más triviales. El conferencista nuevamente se sonrió y dijo: “No. Nada de eso. En esta oportunidad no he querido hablarles del tiempo, ni las agendas. Lo que he querido demostrarles es algo muy sencillo: Para llenar el frasco, primero he tenido que poner las piedras grandes, luego la grava, en seguida la arena fina y al final el agua. Si lo hacía al revés, no hubiese podido colocar todo ese material en el frasco. Algo así es la vida. Para encontrar plenitud hay que empezar colocando las piedras grandes y luego lo demás. Esto implica tener una escala de valores. ¿Cuál es la escala de valores de cada uno de ustedes? ¿Cuáles son las piedras grandes de su vida?”.

Estas mismas preguntas quisiera plantearle a usted, amigo lector: ¿Cuál es la escala de valores de cada uno de ustedes? ¿Cuáles son las piedras grandes de su vida? Indudablemente existe una escala de valores que Dios ha ordenado. Cuando se invierte esa escala de valores viene el desorden y con éste, el mal. Dentro de esa escala de valores existen dos piedras fundamentales: Dios y la familia. Un famoso autor ha escrito: “El hombre sano y triunfador exalta su corazón primeramente a Dios y nada más que a Dios. Y en segundo lugar a su familia. Después puede querer a cualquier otro persona o cosa, pero si los primeros dos sitios del espíritu se alteran, sobreviene el desequilibrio y con el desequilibrio el mal”.

Sobre el amor a Dios ya hemos meditado en el punto anterior. Ahora estamos reflexionando sobre el amor a Dios en los seres más próximos a nosotros: los miembros de nuestra familia.

Actualmente las familias estás atravesando por momentos muy difíciles: violencia familiar, crisis económicas, falta de diálogo, ataques ideológicos, etc. Es por eso que debemos darle una importancia fundamental al tema de la familia.

La familia, entendida como la célula básica de la sociedad, compuesta por los padres y los hijos, se funda en la misma naturaleza de Dios, pues Dios en su interior es familia. El dogma de la Santísima Trinidad nos dice que Dios es una comunidad de tres personas que viven en perfecta armonía.

Ese Dios, que es comunidad de amor, es decir familia, ha creado al hombres a su imagen y semejanza. Por tanto, el hombre será imagen y semejanza de Dios en cuando está llamado a vivir y a realizarse en el seno de una familia. Cuanto más ame y respete a su familia, más se asemejará a Dios. Por el pecado entró la división y el egoísmo, y por ende también la disgregación familiar. Jesús, queriendo realizar su plan de salvación, quiso nacer, vivir y realizarse en el seno de una familia. Por tal razón podemos decir que la familia tiene un puesto importante en el plan de Dios. Por eso, si de verdad queremos amar a Dios tenemos que amar a nuestras familias.

Ahora bien, la familia tiene como base el amor de la pareja conyugal. Muchas veces, de un modo equivocado, las parejas se casan ilusionadas con la idea de tener hijos, lo cual es un fin, pero no es el único, dado que el matrimonio también tiene otros fines; como por ejemplo el crecimiento en el amor y la ayuda mutua. Quienes piensan que el único fin del matrimonio es la procreación, cuando nacen los hijos centran su interés en los niños y así se olvidan de su relación de pareja. Poco a poco se van olvidando de sí y luego vienen las insatisfacciones, los tedios, las peleas, las infidelidades.

Los esposos deben comprender que el matrimonio es la base de la familia. Y que ellos deben amarse intensamente, y el calor de su amor permitirá a sus hijos crecer en armonía y serán testigos vivos del amor de Dios.

El matrimonio, dentro de la Iglesia católica, es un sacramento. Es decir un signo visible que contiene la gracia de Dios. El amor de los esposos visibiliza el amor de Dios con la humanidad, de un modo especial con su Iglesia. San Pablo dice que, así como el hombre está unido a su esposa, Cristo está íntimamente unido a la suya, que es la Iglesia. (Ef. 5,21-33)

De esta idea se desprende las dos características básicas del matrimonio: la unidad y la indisolubilidad. Esto quiere decir que el matrimonio es único; es decir, que en la Iglesia es imposible que una persona se case dos veces, salvo que uno de los cónyuges fallezca. Además, el matrimonio es indisoluble, en cuanto que es para toda la vida, pues permanecerán unidos hasta que la muerte los separe. Esta doctrina sobre el matrimonio no es un invento humano. Es la doctrina de Jesús, pues él mismo lo dijo: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” “(Mc. 10,9).

Si éstas son las exigencias del matrimonio, todas las personas, mucho más los jóvenes, deben preguntarse con honestidad si están llamados a este estilo de vida. Hay gente que se casa por diversos motivos: presión social, miedo a la soledad, intereses económicos, etc. Quienes contraen matrimonio impulsados por estos móviles, por lo general están condenados al fracaso. Por eso, es importante comprender que el matrimonio es una vocación, es decir un llamado de Dios.

Después de un serio discernimiento, quienes se sienten llamados a este estilo de vida deben prepararse adecuadamente para recibir y vivir el sacramento del amor en el matrimonio. Quienes se hayan casado en el amor de Cristo es importante que renueven una y otra vez  su compromiso matrimonial para que su amor permanezca fresco y lozano.

Si los esposos son capaces de amarse los unos a los otros, su unión será el testimonio palpable para sus hijos de que el amor es posible. Entonces los hijos serán capaces de amarse entre ellos y de prodigar a sus progenitores. Cuando crezcan, formarán otras comunidades de amor. Si hay amor en las familias, entonces se estará cumpliendo con el mandamiento del amor.