La montaña es signo del encuentro con Dios, a través de la oración. En el Antiguo Testamento vemos que Moisés subía al monte Horeb para orar y encontrarse con Dios. De igual modo Elías se encontró con Dios en el monte Carmelo y en el Horeb. Jesús, ubicado en la línea de estos grandes personajes, también subía a las montañas para orar. De esto nos cuenta los evangelios.
Nosotros ya no tenemos que subir a las montañas para encontrarnos con Dios, mediante la oración, pues desde que Jesús se encarnó en el vientre de María vive el corazón de cada ser humano y en cada circunstancia. Él siempre está con nosotros, porque es Emmanuel. Por tanto podemos tener acceso a Él en cada momento de nuestra vida. San Alfonso María de Ligorio decía que para conversar con un rey o un príncipe se necesita pedir audiencia que suele ser dada después de cierto tiempo. En cambio para hablar con Dios, El Rey de reyes, no tenemos que sacar ninguna audiencia, porque él está tan cerca de nosotros.
Si bien los cristianos ya no tenemos que ir a las montañas para orar, pero si debemos rescatar la idea del encuentro con Dios, mediante la oración. Es decir que tenemos que ser hombres y mujeres orantes, como lo fue Jesús. Para ello ayudan los espacios.
Por ejemplo hay gente que en sus casa hace un pequeño altar, donde colocan imágenes sagradas, quienes tienen mayor posibilidad destinan una habitación para hacer su oratorio. Esos espacios se convierten como una especie de pequeñas montañas para que se encuentren con Dios, mediante la oración. En los pueblos y las ciudades están los templos, donde está Jesús sacramentado, con su alma cuerpo y divinidad, “llamando, esperando y recibiendo”, como dice San Alfonso. Ahí podemos acudir, cuando podamos, para encontrarnos con Él.
Lo importante es que busquemos ese encuentro, con la convicción de que sólo el encuentro con Dios podrá cambiar nuestra vida, dándonos paz, alegría, gozo y esperanza. Este es el gran secreto para ser felices.
Señor, ayúdanos a ser hombres y mujeres orantes como Tú, para que en ese encuentro se transforme nuestra vida y seamos cada vez semejantes a ti, para que igual que Pablo podamos decir: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20).