“Padre, en tantos años de vida conyugal, mi esposo, que es un patán, me ha herido demasiado. Quiero perdonarle, pero no logro olvidar lo que me ha hecho. Por favor, ayúdeme. Siento que este resentimiento me está carcomiendo por dentro. Él ha cambiado mucho. Ahora es más atento, un poco más comunicativo, pero a veces me viene a la mente todo lo que me ha hecho y es ahí donde reviven los recuerdos con todas sus emociones. Yo trato de olvidar, pero no lo logro. Cuando intento olvidar el pasado los recuerdos se vuelven más virulentos. ¡Ayúdeme, por favor!”, me suplicaba una mujer.
Esta señora tiene una confusión de conceptos. Ella confunde al perdón con el olvido. Hay que aclarar que el perdón no es sinónimo de olvido. Si para perdonar sería necesario olvidar las cosas que me hicieron o que yo he hecho tendría que seccionar un pedacito de mi cerebro, lo cual sería un atentado contra mi vida y contra el quinto mandamiento, dado que eso es mutilación. Eso no quiere Dios. Por tanto, hay que concluir que el perdón no es olvido.
Afirmemos, de una vez por todas, que el perdón es sanación. Expliquemos esta idea a través de una imagen: la herida. La ofensa o la culpa es como una especie de herida causada en la mente. Por eso en sicología se habla de las heridas emocionales. Comparemos este tipo de heridas con las heridas físicas. Cuando uno se hace una herida en la piel tengo la posibilidad de rascarla hasta que se infecte y convierta en una ulcera crónica; pero también tengo la posibilidad de curarla con amor cuidándola hasta que cicatrice. Cuando sucede esto la cicatriz me recuerda la herida; pero ésta ya no existe porque está curada. La misma actitud debemos tomar ante las heridas emocionales. Hay que permitir que éstas curen. Cuando esto suceda el recuerdo (es decir la cicatriz) siempre va a estar en nuestra mente, pero ese recuerdo ya no es doloroso, ya no es una herida sangrante.
Para cicatrizar las heridas es necesario permitir que las emociones se liberen recordando vivamente los episodios y viviéndolos intensamente. Muchas veces este proceso causa fastidio; pero, si queremos liberarnos, tenemos que dar ese paso decisivo, porque de lo contrario corremos el peligro de que esas emociones se queden almacenadas en nuestro interior y nos hagan daño. Permítame ilustrar esta idea con la siguiente historia.
Dicen que un día cierto hacendado escuchó un ruido raro que venía cerca de su casa. El hombre acudió a ver qué pasaba. Al llegar al lugar se encontró que un chorro de agua negra y pestilente brotaba del subsuelo. El hombre llamó a sus empleados y con ellos intentó tapar el boquete con palos, piedras y madera; pero en la medida que el intento era mayor el chorro tomaba más fuerza. El hacendado al darse cuenta que sus esfuerzos eran vanos ordenó a sus empleados que desistieran en su intento de tapar el hueco. El hombre pensó que, si no podía hacer nada para evitar que salga esa agua putrefacta, tenía que acostumbrase a ese olor nauseabundo. Sin embargo, no fue así; porque cuando terminó de salir el agua putrefacta empezó a brotar el agua cristalina que enriqueció la hacienda; pues sirvió para abrevar el ganado y para irrigar las tierras de cultivo.
Eso es lo que tenemos que hacer con nuestras emociones, lejos de ofrecer resistencia debemos dejar que salgan hasta que quedemos en paz y vuelva la alegría a nuestro ser.
Por: P. Walter Malca Rodas; del libro «La lección de la mariposa».