Cuenta la historia que había un hombre muy bueno, que se llamada Eugenio: era una buena persona, un buen esposo, un buen padre, un buen ciudadano, un buen cristiano. Cierto día entró a su casa un hombre que se parecía a él, lo secuestró y lo encerró en una habitación secreta de la casa. El impostor, como se parecía tanto a él, empezó a asumir el papel de su prisionero. Es decir que se relacionaba con la gente como si fuera Eugenio.
Al inicio nadie notaba su falsa identidad, pues actuaba con una aparente normalidad. Pero conforme pasaba el tiempo la gente empezó a sospechar que algo pasaba. No entendían qué había pasado con Eugenio porque era propenso a la depresión, a la angustia, a la ansiedad, a la rabia, al nerviosismo, etc. Sentimientos que eran comunes en él.
El impostor vivía lleno de miedo a que descubran su falsedad. Por eso vivía nervioso. Este miedo lo llevaba a asumir una actitud paranoica. Cuando creía que alguien sospechaba de su delito también lo secuestraba y algunos los asesinaba.
La esposa de Eugenio, que muy pronto empezó a sospechar, con sabiduría e inteligencia, fue averiguando que pasaba; hasta que cierto día, al pasar por la habitación secreta, escuchó unos gritos y unos golpes que venía desde dentro. Sin hacer mayor escándalo fue a dar parte a la policía, quien presurosa acudió al rescate de Eugenio.
Esta historia ilustra muy bien la psicología humana. Nuestro estado natural es la bondad, la alegría, el gozo, la felicidad. Estos sentimientos brotan de la esencia de nuestro ser, es decir, de nuestro yo auténtico. Pero con el transcurrir de la vida se fue formando un falso yo, que literalmente secuestra a nuestro yo verdadero y este falso yo es el causante de nuestros problemas emocionales y del deterioro de nuestras relaciones.
La solución a nuestros problemas emocionales está en recuperar nuestro verdadero yo para actuar sanamente desde la esencia de nuestro ser. Para ello es necesario la reflexión y la oración, que son dos antorchas capaces de iluminar la oscuridad de nuestra existencia.