Imagínese que usted va al oftalmólogo con la intención de hacerle una consulta. Llega a su consultorio y, después del acostumbrado saludo de cortesía, le explica el problema que tiene con su visión un tanto borrosa.
El médico, sin examinarlo, todo bondadoso, se saca sus gafas y se las ofrece diciéndole: “Por favor, tome estos lentes; se los obsequio con el mayor cariño. A mí me caen perfectamente, de seguro que con ellos verá usted mejor. Por mí no se preocupe. En mi escritorio tengo otros”.
Usted, dejándose conducir por la amabilidad del doctor, recoge las gafas y se las pone. Ahora ve peor que antes, todo está totalmente distorsionado. A penas puede caminar, porque no puede ver absolutamente nada. Le comunica esta nueva situación al médico y éste le responde: “¿Qué raro? A mí me caen perfectamente bien.”
En vista que usted insiste, diciendo que su problema ha empeorado, el doctor se molesta y lo reprocha, diciendo: “Usted es un ingrato. Le estoy obsequiando mis gafas con la mejor intención para que mejore su visión. Sin embargo, las rechaza. Váyase de acá. No quiero verlo jamás”.
Este diálogo es una ficción cómica, que en realidad no sucede, pues los médicos son personas serias. Sin embargo, el ejemplo tiene su aplicación en otros campos de la vida, donde sí suceden cosas muy semejantes.
Pensemos, por ejemplo, en personas que sufrieron algún daño, que les ha marcado profundamente sus vidas. Ellas, con la intención de proteger a sus hijos de un peligro similar, los sobreprotegerán a costa del sacrificio de su autonomía y libertad. Tal es el caso de una señora que de niña fue violada y cuando tuvo su hija la cuidaba demasiado. Su miedo a los hombres lo transfirió a su hija, pues ahora que ella está señorita tiene un pavor al sexo opuesto, lo cual no le facilita tener relaciones sanas con los chicos. Si ella no supera este miedo jamás podrá constituir una familia sana.
Aquellas personas que de jóvenes cometieron ciertos errores, de los que se arrepintieron profundamente, tienen muchas probabilidades de comportarse como el oftalmólogo de nuestra metáfora. Estas personas tratarán de evitar de una forma compulsiva que sus hijos cometan los mismos errores. Esta compulsión será tan atosigante, que a final de cuentas quizá produzcan efectos contrarios.
He aquí otro caso interesante: Había una señora que de joven llevó una vida muy liberal y disoluta, de la que se arrepintió profundamente. Se casó y llegó a tener una hija muy hermosa. Cuando ésta creció y llegó a ser señorita, su mamá se sentía muy mortificada cuando la joven manifestaba alguna muestra normal, para su edad, de coquetería con algún chico. Siempre estaba detrás de su hija para vigilarla y saber qué hacía. Le prohibía tener amigos. Y cuando la encontraba con ellos la castigaba severamente, diciéndole que lo hace por su bien para que sea una mujer decente. Su actitud provocó efectos contrarios.
La joven, que se sentía muy asfixiada por el ambiente atosigante producido por su progenitora, en busca de su libertad, se marchó de casa y se comprometió con un hombre casado, con quien tuvo dos hijos y luego se separó de él. Mucho después se comprometió con otra persona, que también lo abandonó, dejándole otro hijo.
Por: P. Walter Malca Rodas; del libro «Levanta el vuelo».