P. Walter Malca Rodas; C.Ss.R
La actitud de renegar es muy común en la conducta de los hombres. Con frecuencia se suelen escuchar las siguientes quejas: “Padre, mi esposo o mi esposa me hace renegar mucho”. “Mis hijos son unos malcriados, pues a menudo me hacen rabiar”. A quienes vienen a mi despacho con estas quejas les suelo confrontar diciendo: “Nadie te hace rabiar, reniegas porque tú quieres”.
Esta idea vale para el tema de las ofensas. Si alguien intenta ofenderte depende de ti si aceptas o rechazas tal ofensa. Si te dejas influenciar por la conducta nefasta de la gente, quiere decir que eres muy débil de carácter. Por tanto, el problema está en ti. En cambio, si a pesar de las agresiones permaneces incólume interiormente eres una persona de gran valía.
Es cierto que la actitud de una persona nos puede afectar en un primer momento, cuando somos seres reactivos. Es decir cuando reaccionamos inmediatamente ante cualquier estímulo. Pero los hombres, a diferencia de los animales, tenemos libertad interna que nos permite ser proactivos.
Ser proactivos es muy diferente a ser reactivos. Los hombres proactivos no actúan inmediatamente impulsados por el estímulo, sino que su actuar es fruto de una decisión personal libre y consciente.
Por ende, ante las ofensas, si bien en un primer momento pueden sentirse fastidiados; pero después que pasa la marea, al evaluar serenamente el asunto, se sienten en paz consigo mismo.
Recuerdo que una vez fui testigo de una gran afrenta que le hicieron a una amiga. Las palabras eran hirientes y groseras, que por delicadeza no conviene plasmarlas por escrito. Mi amiga estaba muy afecta por tal grotesca ofensa. En tales circunstancias le narré la siguiente historia:
Cuentan que en un lugar había un anciano que tenía la fama de ser el mejor peleador de la comarca. Un joven iluso lo retó para que peleara con él en público. El anciano aceptó el reto y acordaron que el lugar ideal para tal pelea fuera la plaza de armas del pueblo. Concertaron el día y la hora.
Llegado el día señalado, la gente, al enterarse de tan importante pelea, acudió masivamente a ver aquel acontecimiento espectacular. El anciano guerrero, dueño de sí mismo, se encontraba sentado en una banca con gran calma. Entonces apareció el joven petulante y descargó su rabia contra el anciano llenándolo de insultos e improperios, incluso le escupió la cara.
El anciano permanecía inmutable en su lugar; hasta que, caída la tarde, el joven, al no encontrar reacción de su contendor, se retiró cansado y humillado. Uno de sus discípulos le preguntó al anciano: “¿Por qué no has reaccionado ante los insultos de tu contrincante?” El anciano le respondió. “Cuando alguien te ofrece un regalo y tú no lo recibes, ¿a quien le pertenece el objeto?”. “Al hombre que me quiso dar el obsequio”, respondió el discípulo. “Exacto -dijo el maestro – cuando alguien te ofende si tú aceptas la ofensa, ella queda contigo. En cambio si no la aceptas, tal ofensa queda con la persona que pretendió ofenderte.”
Mi amiga, que es muy inteligente, comprendió el mensaje de la historia y decidió no aceptar la ofensa. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Entonces comprendí que había encontrado paz.