Para vivir de verdad tenemos que aprender a morir. Hay gente que tiene pavor a la muerte y ese mido no le deja vivir. En el fondo es una falta de fe, porque de un modo inconsciente creen que la vida termina en la muerte. Quienes tienen fe están plenamente convencidos de que vida no termina en la muerte, sino que se prolonga en la eternidad y esa fe les hace perder el miedo a la muerte. Su confianza en la vida eterna es tan grande que, incluso, hay santos que desearon la muerte como santa Teresa que decía: “Que muero porque no muero”. En este aspecto el apóstol Pablo es proverbial:
“Tanto como si sigo viviendo como si muero, Cristo manifestará en mi cuerpo su gloria.
Porque para mí la vida es Cristo y la muerte es ganancia. Pero si seguir viviendo en este mundo va a permitir un trabajo provechoso, no sabría que elegir. Me siento presionado por ambas partes: por una deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; por otra, seguir viviendo en este mundo es más necesario para ustedes” (Filp. 1, 20b-24).
Quienes llegan a esta altura de la espiritualidad del deseo de la muerte no es que estén cansados de vivir y por eso que tengan desprecio por la vida terrenal. No, ellos tienen un alto amor a la vida, son felices, pero saben que la felicidad verdadera, la felicidad plena está en el Señor. Por eso prefieren estar cerca del Señor. Existen personas que tuvieron experiencias cercanas a la muerte y al tener una segunda oportunidad perdieron el miedo a la muerte y cuando perdieron ese miedo empezaron a vivir de verdad. Por eso es muy importante pedirle al Señor para que aumente nuestra fe y así se vaya extinguiendo el miedo a la muerte.
Además de esto, para ser felices de verdad también tiene que morir algo de nosotros cada día: Tiene que morir esa parte de soberbia, de egoísmo, de rencor, de falsedad. Es imposible que seamos felices si somos egoístas, pues como dice Erich Fromm que “el egoísta en el fondo no se ama: se odia”. Por tanto, el egoísta que vive curvado sobre sí mismo no puede ser feliz. La felicidad se encuentra, en la generosidad, en la entrega y la solidaridad. El corazón egoísta vive encerrado en sí mismo y todo lo que se encierra corre el peligro de empolvarse, enmohecerse y podrirse.
Tampoco puede ser feliz la persona soberbia porque esta actitud brota del sentimiento enfermizo de inferioridad. La gente soberbia se siente tan poca cosa y es por eso, para sentirse un poco mejor, que se cree más que los demás, trata de demostrar que es superior a todos. Esta actitud le lleva a generar sentimientos de angustia y ansiedad porque desgasta mucha energía en ese intento vano, absurdo de hacer cosas para demostrar su superioridad. Quienes actúan así es como una cámara pinchada que lo inflan y está bien en un momento, pero luego se desinfla y tienen que inflarla nuevamente. Andar inflando la cámara es muy pesado. Por eso importante aprender a parchar la cámara.
Tampoco puede ser feliz quien tiene odio y rencor, porque estos sentimientos quitan la paz, la alegría y la felicidad y llenan el corazón de dolor, de tristeza y de profundo malestar. Pero no solamente crea malestar emocional, sino que literalmente puede enfermar el cuerpo. Por eso importante aprender a perdonar.