En nuestras relaciones cotidianas es frecuente encontrarse con personas jactanciosas que les gusta presumir de su inteligencia, de su riqueza, de sus habilidades, e incluso de su supuesta generosidad. Éste es un problema tan antiguo, pues Jesús tuvo que prevenir a sus discípulos de estas actitudes, que estaban presentes en la conducta de los letrados y los fariseos:
“En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos. Obedezcan y hagan lo les digan, pero no imiten su ejemplo, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen sobre los hombros de la gente; pero ellos no mueven un dedo para llevarlas. Todo lo hacen para que la gente los vea: exageran sus distintivos religiosos y alargan los adornos del manto; les gusta el primer asiento en los banquetes y los puestos de honor en las sinagogas, el ser saludados por la calle y que los llamen maestros” (Mt. 23,1-7).
Este problema también es actual. El Doctor Ricardo Castañón, en su libro “Cuando la palabra sana”, menciona dos episodios de esta actitud:
“Me encontraba en una asamblea donde no estaba ausente el académico que más parloteaba incomodando a los colegas. Algunos trataban de hacerle notar que frenara su vehemencia verbal pero no hizo caso, hasta que un amigo suyo de más confianza y carácter le dijo:
-¿No podrías dejar la palabra a otros?
-Si hablo es porque sé más que todos –respondió con soberbia estridente.
El profesor más anciano, sin levantar la vista, con toda calma sentenció:
-El comienzo de la sabiduría se encuentra en el silencio, señor profesor.
En otra ocasión un hombre muy rico hacía ostentación de los coches que había comprado, de la casa en la que vivía, y mostraba con orgullo el carísimo reloj que exhibía en la muñeca izquierda. Todo el entorno mostraba su insatisfacción ante tanto alarde. Para completar su espectáculo dirigió su mirada a uno de los colegas más humildes del grupo y le preguntó:
-¿Qué dirías ante todo esto?
-Que los ricos sólo tienen plata –concluyó”.
Quienes presentan estas actitudes tienen un problema terrible de autoestima. Ellos se valoran, no por lo que son, sino por lo que poseen. Para ellos es muy importante el tener más que el ser. Cuando en realidad es más importante es el ser que el tener. El tener es algo accidental, en cambio el ser es esencial, es fundamental, es básico. El ser es lo que tú eres de verdad. Quienes le dan más importancia al tener más que al ser tienen un tremendo vacío interior que intentan cubrirlo a toda costa con sus apariencias. Pero es una estrategia equivocada, porque no solucionan nada. Lo único que puede sanar ese vacío es desarrollar una auténtica autoestima, que le ayude a la persona a descubrir su valor y su riqueza interior.
LA CARRETA VACÍA
Lo dicho anteriormente se puede ilustrar con la siguiente historia:
Dicen que un niño estaba, con su padre, caminando por una trocha. Al llegar a una curva, su padre, un tanto inquisidor, le preguntó a su retoño:
-Además del canto de los pájaros y del susurro del aire ¿escuchas algún otro ruido?”.
El niño afinó el oído y le respondió a su progenitor:
-¡Si papá! es el ruido de una carreta.
-¡Claro! -contestó el papá-. En verdad es el ruido de una carreta en tránsito, pero es una carreta vacía.
-¿Vacía? y ¿Cómo lo sabes si ni siquiera lo has visto? – inquirió el niño.
-Pues sé que esa carreta está vacía por el ruido que hace -respondió el papá. Cuando una carreta está con carga no hace tanto ruido; en cambio, cuando la carreta está vacía su ruido es estentóreo.
Así es, querido amigo lector, si a usted le gusta presumir; descubra que tiene un vacío en su corazón.
AYÚDAME A SER AUNTÉNTICO
Tú, Señor, que dijiste “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”: Dame un corazón puro y transparente como el tuyo. Un corazón humilde que no se hinche de soberbia ante los éxitos y que no se deprima ante los fracasos y derrotas. Dame un corazón sincero, como el tuyo.
Ayúdame a ser auténtico y transparente como tú. No permitas que la hipocresía, falsedad, la doblez, las apariencias manchen mi vida. Ayúdame a mostrarme tal y como soy. Que no haga caso a las exigencias de la gente. Arranca, Señor, de mi rostro las caretas, que tantas veces me las pongo para mostrarme seguro, exitoso, poderoso e inteligente.
Ayúdame a entender que no soy más ni menos que nadie. Que todos los seres humanos somos de la misma naturaleza: frágiles, débiles y pecadores. Que solo tú y únicamente tú eres perfecto. Y que sólo tú puedes ayudarme en el camino de la perfección. Ayúdame a entender que todo lo bueno que tengo se lo debo a ti. Y, por tanto, en vez de sentirme orgulloso debo estar agradecido.
Ayúdame a entender que tengo fortaleza y debilidades, virtudes y defectos, en fin que soy de carne y hueso como los demás.
Amén.