Cuenta la historia que un maestro fue invitado a la casa de una familia amiga, cuya hija menor había muerto. Llegado a la casa, después del acostumbrado saludo de pésame, se ubicó al lado del féretro y se puso a susurrar una oración. Los asistentes, conociendo los poderes taumatúrgicos del santo estaban con los ojos expectantes. Después de un largo momento, su discípulo, que lo había acompañado, se acercó y le habló al oído: “Maestro deja de engañar a la gente. La niña no va a resucitar”. El maestro se levantó inmediatamente y con mucha vehemencia le contestó: “¡Discípulo inútil e incompetente! ¿Puedes dejarme en paz? Vete de mi presencia!”.
Ante tal “resondrada”, el discípulo, todo cabizbajo, visiblemente deprimido, empezó a marcharse de la presencia de su Señor. Cuando estaba en esta situación, el maestro le llama y le dice: “Hijo mío, ¿ves como unas palabras mías te han llenado de pesar, tristeza y depresión? Ahora podrás comprender que si una palabra te hunde ¿por qué no te puede levantar? Si una palabra te destruye ¿por qué no te puede construir? Si una palabra te da muerte ¿Por qué no te puede dar vida?
Esta historia nos ayuda a comprender que las palabras no son anodinas, sino que son muy poderosas. Ellas pueden dan muerte o vida, pueden construir o destruir, pueden hundir o levantar. Por eso es muy importante que tengamos cuidado con el uso que le damos a esta herramienta poderosa. Hay una famosa frase que dice “las palabras se las lleva el viento”. La ciencia y la experiencia no han ayudado a descubrir que eso no es cierto, dado que las palabras pueden marcar positivamente o negativamente en la vida de la gente.
Jesús era consciente del poder de sus palabras. Por eso les dijo a sus apóstoles: “Las palabras que les he dicho son espíritu y vida” (Jn. 6,63). Pedro entendió muy bien esta lección. Por eso le dijo al Señor: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68).
Señor te damos gracias por habernos dado la palabra como una herramienta poderosa para construir tu reino. Haz que hagamos buen uso de esta herramienta poniéndola al servicio de los hermanos. Amén.