VIVIR EN LA VERDAD

En una ocasión se acercó a mi despacho una señora que había estado internada en un psiquiátrico. Al iniciar la conversación le expliqué que los problemas emocionales hunden su raíz en los genes o en los acontecimientos traumáticos que hayamos vivido. Le pedí que me contara su historia y ella empezó diciendo: “Yo vengo una familia muy bonita y muy unida”. Después de unos 15 minutos de conversación me dijo: “Nunca he visto la unidad en mi familia”. “¿Te da cuenta de lo que acabas de decir? –La interpelé- Empezaste diciendo que vienes de una familia muy unida y acabas decirme que nunca has visto la unidad en tu familia”. En realidad ella provenía de una familia muy disfuncional: Su padre era un abusivo que maltrataba a su esposa y a sus hijos, incluso había abusado sexualmente de ella y de su otra hija. Su madre era una mujer sumisa a su marido y violenta con sus hijos. Dicha mujer se había construido un argumento que lo repetía una y otra vez para tratar de creerlo, pero en realidad la verdad era otra. La costaba aceptar la verdad.

Esta misma experiencia sucede en los hermanos de José, quien fue vendido por sus hermanos. Previo a que José revele su identidad, Judá toma la palabra y dice: “Tenemos un padre anciano y un hijo pequeño que le ha nacido en la vejez; un hermano suyo murió” (Gn. 44,18-21). ¿Ven? Ellos saben que eso no es cierto, bien saben que lo han vendido, pero para no ser torturados por la culpa y amortizar un poco el dolor repiten una y otra vez el argumento que se han creado: Nuestro hermano murió. José, al revelar, su identidad les ayuda a aceptar la verdad.

De igual modo sucede con la samaritana. Cuando el Señor le dice: “Anda, llama a tu marido”, le responde: “No tengo marido”. Con esta mentira trata de cubrir su vergüenza. El Señor le revela su verdad cuando le dice: “En eso has dicho la verdad. Has tenido cinco maridos y el que tienes ahora tampoco es tu marido” (Jn. 4,16-18). De este modo el Señor le ayuda a descubrir su verdad.

Pidamos al Señor que nos de la gracia de descubrir nuestra verdad y de vivir en la verdad, con la convicción que sólo la verdad libera (Jn. 8,32).